lunes, 9 de febrero de 2009

CARTA FILOSÓFICA

DE MIGUEL SENDIVOGIUS Habiéndoos visto dudar de una ciencia de la cual deberíais estar más persuadido, me ha parecido necesario trazaros sus fundamentos, de acuerdo con lo que la lectura de los verdaderos Filósofos y la experiencia me han enseñado. A este efecto no uso de ninguna retórica, juzgando superfluo adornar la materia del mundo, que es la más bella por sí misma. La Santa Escritura, que está dictada por el Espíritu Santo, y contiene la palabra del gran Dios, desprecia el adorno y gusta sólo de las sentencias verdaderas y sencillas. La ignorancia, en cambio, y la mentira, de la que el padre de mentira arrojó la simiente en las Escuelas modernas, quiere ser revestida de perifollos para ocultar sus defectos; el arte y el colorete, son para las bellezas imperfectas. Veréis, en la continuación de esta Carta, una Física que parecerá extravagante e impertinente en el sentir de esas mismas Escuelas, y por adelantado os digo que el más insignificante pedante la condenará con tanta osadía como si la comprendiera muy bien, y que mis sentimientos serían proscritos por su razón, tan libremente como pudiera hacerlo si nuestra santa Ciencia estuviese sometida a su jurisdicción. Pero dejo a cada uno que juzgue libremente y no quiero castigar a los presuntuosos e ignorantes más que con sus propias cualidades, que conservarán como penitencia. De suerte que no pretendo escribir esta carta más que a vos, que tenéis la clave para descifrar su contenido misterioso, a fin de que podáis confirmar vuestro conocimiento y apoyarlo sobre un cimiento inconmovible para dar gloria a Dios y servir a vuestro prójimo. Hallaréis la mayor parte de lo que os escribo, en los Filósofos, pero en ninguna parte lo veréis reunido de este modo, en tan pocas palabras. Estas son sencillas, pero importantes y verdaderas. Leed, volved a leer, y pensadlo bien, relacionando todo con la piedra de toque que es la naturaleza; ella os saldrá como mi garante de la verdad. Haced un paralelo de esas investigaciones con mis palabras y guardad para vos mismo las observaciones que sacaréis. Por tanto, a fin de comprender de lo que se trata, sabed que la Física es una ciencia mediante la cual se explican las sustancias naturales, en su carácter de naturales con su armonía; es la ciencia de la naturaleza o una costumbre mediante la cual conocemos la naturaleza y las cosas que le deben el ser. El autor de esta naturaleza es el mismo Dios, que subsiste naturalmente por sí mismo, sin comienzo ni fin. Es soberana y únicamente Sabio, poderoso y Bueno. Como es infinito, y nosotros somos finitos, no podemos decir nada de El que no se halle demasiado por debajo de su gloria y perfección; una parte no puede, en forma alguna, comprender al todo: la excelencia de sus obras le magnifica mucho más que la debilidad de nuestra expresión. DEL CAOS Cuando contemplamos sus obras en general, observamos, a partir de su comienzo, el Caos, los Elementos y las cosas elementadas. El Caos era un agitado compuesto del agua y del fuego vivificador, para que todas las cosas de este mundo fuesen producidas por el Verbo eterno de Dios. Era la materia conteniendo todas las formas en poder, que en seguida se manifestaron cuando su voluntad se redujo a acto. Aquel cuerpo informe era acuático, y llamado por los griegos hulé, indicando con la misma palabra al agua y la materia. Esta materia ha sido diferenciada por Dios en tres clases: en región Superior, Media y Baja. La superior es completamente iluminada, eminente y sutil. La baja absolutamente tenebrosa, crasa, impura y grosera. La media está formada por una mezcla de ambas cualidades. No obstante, la última clase o región baja contiene todas las esencias y virtudes de las criaturas de la superior, de modo que lo que las criaturas superiores son actualmente y en forma manifiesta, las criaturas inferiores lo son en poder y en esencia oculta. La clase o región superior es recíprocamente creada, de suerte que no hay nada en la inferior de lo cual ella no contenga la naturaleza y las virtudes; lo que las esencias superiores son interiormente, las inferiores lo son interiormente. Sin embargo, ambas no pueden, obrar igualmente, porque las criaturas superiores intelectuales pueden actuar, si lo desean, del mismo modo que las inferiores; pero las inferiores se ven impedidas, por la crasa tenebrosidad de su cuerpo, de actuar como lo harían los Ángeles, a menos de ser iluminados de lo alto y dotados de virtudes divinas y más que humanas. En todo lo que antecede, hay que observar que la región inferior no se halla enteramente desprovista de luz, ni la superior de alguna mezcla (aunque delicada) de tinieblas, porque únicamente el Creador habita en una luz pura e inaccesible. La criatura, aunque opuesta la una a la otra, no carece jamás de mezcla para procrear por esa potencia extensa y remisa, como el brazo corto y largo en Geometría, y es por medio de esta operación admirable que el movimiento ha ordenado el Caos. La palabra eterna del Padre separó primeramente los elementos, y después las cosas elementadas superiores e inferiores, tanto terrestres como celestes y supracelestes. Porque la creación del Cielo presupone la de los habitantes, que son los Ángeles bienaventurados, a los cuales se hace semejante el alma del hombre cuando, separada de los sentidos materiales y depurada de las impurezas por el Espíritu Santo, se eleva en firme fe a Dios, buscando y hallando, en el padre de las luces, esa claridad sobrenatural desconocida para el hombre sensual. Por ese camino, la gracia del Señor manifestó a su servidor Moisés esta reacción maravillosa; por esa misma gracia, mortificando nuestra carne perversa y resucitando en una nueva vida, elevamos el vuelo de nuestra alma por encima de todo lo que de material existe, penetrando las tinieblas confusas del caos, para observar, tanto `por la palabra revelada de Dios, como por la luz de su claridad que eminentemente reluce en sus grandes obras y en el hombre creado a su semejanza, los pasos de est operación maravillosa, hasta que esta chispa de luz, de la que somos capaces en esta mortalidad, llegue a crecer para iluminarnos plenamente en la Eternidad. Hay que observar tres cosas en este caos: 1º, el agua primera e informe; 2º, el fuego vivificador, por medio del cual el agua ha sido agitada; y 3º, la manera cómo se han producido los seres particulares en ese caso o ser general. Esta agua informe e imperfecta, era incapaz, sin el fuego vivificador, de producir nada. Primeramente era el agua elemental, y contenía el cuerpo y el espíritu, que conspiraban juntos a la procreación de los cuerpos sutiles y groseros. Esta agua primera era fría, húmeda, crasa, impura y tenebrosa, haciendo en la creación el papel de la hembra, así como el fuego, cuyas innumerables chispas como machos diferentes, contenía otras tantas tinturas propias a la procreación de las criaturas particulares. Este fuego que precedió a lo elementario, vivificó todo lo que se produjo del caos; es el de la naturaleza, o, para decirlo mejor, el espíritu del Universo sutilmente difundido en esa agua primera e informe. Se puede llamar a ese fuego la forma, como al agua la materia, confundidos juntos en el caos. El no subsistiría separadamente sin el agua, que es propiamente su habitáculo, materia o vehículo que le contiene. De todos modos, ese fuego no es más que un instrumento subalterno, y que no puede obrar en ninguna forma por sí sólo, porque no es más que una herramienta material de la gran mano inmaterial de Dios, o de su palabra no creada que ha emanado de El, y de El procede continuamente, como vemos en el I y II capítulos del Génesis, haciendo, por medio de ese fuego, las impresiones de diferentes tinturas sobre diversas especies. Llamó tinturas a las potencias astrales y puntales. Porque la tintura es como un punto esencial, del cual, como del centro, salen los rayos que se multiplican en su operación. Mas como dichos rayos no podrían actuar por sí mismos a causa de su proximidad y parecido, han necesitado un cuerpo acuático diferente a sus propiedades, para que su masa, por ese fuego central y mediante la disposición de la palabra de Dios, así como las demás cosas, tomen forma. El fuego no es un cuerpo, pero lo toma de fuera de él y lo utiliza para el fin que tiene destinado: habita de mejor grado en un cuerpo perfecto que en otro que no lo sea; contiene las definiciones de todas las cosas y recibe en sí, según las virtudes de su imaginación que el verbo eterno de Dios le ha impreso, las disposiciones de las diversas simientes; es cálido, seco, puro y diáfano. Estas dos últimas cualidades son las fuentes de toda luz; su calor le hace actuar sobre el agua, por ser el principio de todo el calor de los elementos y de las cosas elementadas; su sequedad es el principio de constancia en las criaturas; su diafanidad denota su utilidad, que le hace penetrable toda clase de cuerpos; su pureza excluye todas las imperfecciones, porque el fuego las rechaza lejos de sí y aspira a la constancia de la Eternidad, como se verá con el fin del mundo y con la nueva creación. Aristóteles le llama bastante impropiamente el principio del movimiento. Por tanto, el fuego es la naturaleza que no hace nada en vano, que no podría errar, y sin quien no se hace nada. Porque este espíritu actuante, si bien es inherente en diferentes cuerpos de este mundo, es, no obstante, siempre el mismo; y aunque sirva para vivificar tinturas diversas, según están distinguidas en las criaturas por el Creador, él no hace más que disponerlas de acuerdo con su capacidad. Así creado este caos, Dios comenzó a trabajar en ese cuerpo tenebroso, infundiéndole algunos rayos de luz por medio del Espíritu de Dios que se movía sobre las aguas, separando las tinieblas de la luz, y dando a las tinieblas la residencia inferior y media, así como a la luz la superior. Separó las aguas de las aguas, colocando la material y grosera en el mar y en la tierra, y elevando la sutil y la espiritual debajo y encima del firmamento, y en cuanto ella pudo servir de vehículo, de instrumento y de mediadora al Espíritu universal, para llevar las órdenes y las ayudas activa a los espíritus pasivos y particulares de los sublunares. No bastante esto, Dios concedió el tercer grado de luz, separando la tierra o lo seco, de las aguas y del mar, a fin de que la tierra no se viese impedida por la mezcla excesiva de las aguas, de producir las hierbas y los árboles que dan frutos. Separó también, por la extensión de los Cielos, las aguas inferiores de las superiores, y creó de la luz difusa antorchas para distinguir los tiempos y las estaciones, para operar por sus rayos o influencias mesuradas sobre las criaturas, a las que creó de sus elementos distinguidos para vivir en ellos y habitar este edificio admirable del que dió el Señorío al hombre hecho a su imagen y según su semejanza para servirle y bendecirle. DE LOS ELEMENTOS EN GENERAL El elemento es un cuerpo separado del caos a fin de que las cosas elementadas coexistan por él y en él; es el principio de una cosa, como la letra lo es de la sílaba. La doctrina de los elementos es muy importante, porque es la lave de los sagrados misterios de la naturaleza. Los elementos conspiran juntos y se convierten fácilmente los unos en los otros, y vemos a la tierra convertirse en agua, ésta en aire y el aire en fuego. La tierra se convierte en agua cuando el agua, por el movimiento del calor del centro de la tierra, penetra por sus conductos en forma de vapor y recibe de ella, por esta exhalación, la esencia sutil, de suerte que no aparece ninguna diferencia entre el agua y la tierra. Esta tierra reducida a agua por el calor del Sol, elevada en la región media del aire, sufriendo allí digestión durante algún tiempo, se convierte en fuego y forma los truenos y los rayos. Quien conoce el medio de cambiar un elemento en otro y hacer ligeras las cosas pesadas y pesadas las ligeras, se puede llamar verdadero Filósofo. Esto no se consigue sino mediante un cierto caos universal, cuyo centro contiene las virtudes de las cosas superiores e inferiores reduciendo la tierra a agua, el agua a aire, el aire a fuego. Jamás existe un elemento sin otro, porque el fuego sin aire se apaga, el agua sin aire se pudre, la misma tierra no podría formar un globo sin el agua, la cual, sin los demás elementos, no produce nada. El fuego purga al aire, el aire al agua, el agua ala tierra, y por el movimiento del fuego, uno se perfecciona en el otro. El fuego es siempre el menor en cantidad, así como el primero en calidad; donde él domina; engendra cosas perfectas. Los elementos son activos cuando trabajan en un cuerpo para formar con él algo nuevo; pasivos cuando uno sufre que el otro haga allí algo, y mientras el uno obra el otro huelga. El agua actúa sobre el fuego, concentrándolo por la reclusión en su cuerpo; el fuego trabaja la tierra a fin de elevarse a su propia dignidad, y esto durará hasta tanto que todos los elementos, por medio de una acción mutua, alcancen la soberana perfección. Los elementos superiores obran mucho más perfectamente que los inferiores, como resulta evidente por los actos del Cielo o del fuego, a causa de su pureza y elevación, en virtud de la cual exaltan a los elementos inferiores, en cambio, rebajan o atraen y humillan a los superiores. Y es por medio de esta atracción y expulsión que el mundo respira y vive, comunicando el ser de las cosas superiores (como se ha dicho) a las inferiores, y así recíprocamente. Esta maravillosa operación se hace mediante el espíritu del Universo invisible e impalpable en sí, a no ser que se haga tal por razón de la situación y de su vehículo. Así es como ese Mercurio, ese mensajero del Cielo que lleva sus órdenes a la tierra, toma ciertas alas propias para facilitar su vuelo. Este instrumento es visible y palpable; pero el espíritu en sí mismo no lo es, por ser de una naturaleza enteramente espiritual y cuya esencia escapa a los sentidos. Para comprender mejor este misterio, que es muy grande y excelente, consideramos que la tierra y el agua ocupan el habitáculo inferior, por ser menos excelentes que el Cielo, que es el fuego, y que está situado encima como el aire, que es un elemento medio entre el fuego sutil y la tierra; y el agua grosera se coloca entre los dos. Ahora bien, para que la tierra fuese exaltada por el fuego y elevada a la soberana perfección, era necesario que el fuego la volviese a purgar de su inmunda crasitud, y que a este objeto fuese depositado en su vientre para actuar en él hasta tanto que habiendo separado toda la impureza de la tierra, atrajese su esencia pura y sin heces. Pero esta tierra virgen no puede obrar sin los elementos medios, el fuego obra sobre el agua, que compone un mismo globo con la tierra, y mediante el aire, sutilizando esa agua por un calor, reduciéndola de ese modo a vapor, y uniendo al mismo tiempo la tierra a su naturaleza. De este modo la naturaleza, que procede siempre con orden, tiende desde las cosas bajas, pasando por las medianas al vértice de perfección, y como la tierra es un cuerpo compacto, el agua no la puede transformar de golpe a su propia naturaleza; por eso se eleva con frecuencia mediante el calor del Sol, que la destila y la devuelve sobre la tierra, a fin de que la lleve la virtud del fuego, para que por sus aspersiones reiteradas la tierra se resuelva en sus simientes, porque las simientes de tierra inherentes tienen en sí el fuego de la naturaleza, que participa del fuego celeste, el cual convierte, mediante vapores muy sutiles, la tierra en agua, para poder penetrar y vivificar las entrañas de las semillas. Después de esto, la convierte, mediante vapores muy sutiles, la tierra en agua, para poder penetrar y vivificar las entrañas de las semillas. Después de esto, la convierte, por una digestión continuada, en un aceite cristalino que representa al aire por su claridad diáfana, y por fin la enciende, después de haberla despojado de todas sus impurezas con su llama ardiente, haciéndole expirar de día en día y subir a los lugares superiores a través del aire y reduciéndola a la misma esencia del fuego. He ahí cómo un elemento participa la naturaleza del otro; por tanto, el elemento es un cuerpo espiritual que contiene una materia grosera y visible; no pueden reposar, sino que están en un movimiento perpetuo, para colaborar en la procreación de las cosas; los unos se inclinan más en sus desigualdades hacia la forma corporal, y los otros hacia la naturaleza espiritual. Cuando esos elementos se hallen un día (por la emoción nueva de la nueva creación) desprovistos de toda impureza, entonces su cuerpo y su espíritu se verán en justo equilibrio y ligados por el lazo sagrado de la eternidad; quitada la desigualdad, también lo será el movimiento que compone al tiempo, y allí donde éste no existe, aparece por sí misma la eternidad. De todas las materias que conocemos, la más igualmente compuesta es el oro, que teniendo elementos puros y desprovistos de desigualdad, se acerca a la eternidad más que ninguna otra materia y proporciona, hecho espiritual y aplicable al cuerpo humano, una Medicina que sobrepasa en mucho a todas las demás Medicinas. Y sin obstáculo de la maldición que el pecado atrae sobre nuestros propios elementos y sobre nuestros alimentos, esta excelente Medicina haría además, con seguridad, otro efecto aun. Hablando hace poco de la armonía, tocaré esta cuerda más claramente, haciendo ver que no es imposible representar mecánicamente al Macrocosmos con los elementos de este Universo, bajo la forma de un movimiento perpetuo; sin embargo, confieso que no le conocemos más que en parte, porque el pecado nos echó fuera del Paraíso cuya entrada nos está prohibida en esta vida caduca y miserable. No obstante, trataremos de atrapar alguna rama que pase por encima de la pared de jardín del Edén, y no pudiendo entrar en él ni comer la fruta del árbol de la vida, trataremos de tener al menos alguna hoja suya, aunque (como se ha dicho) secada y corrompida por nuestra desdichada iniquidad. DE LOS ELEMENTOS EN PARTICULAR Y DEL FUEGO ELEMENTARIO O DEL CIELO El fuego y el aire son los elementos superiores. El fuego es el primero, en comparación con todos los otros, a causa de su pureza, sutilidad y perfección, causada por la simplicidad, que lo hace más noble y más poderoso; el espíritu del Universo lo posee y fortifica maravillosamente. El aire, por ser menos puro, no le penetra jamás a fondo, ni se une totalmente a él, sino después de haber sido purificado de sus heces. El fuego elementario no obra más que cuando está concentrado, entonces sus rayos toman fuerzas y arrojan poderosamente sus influencias. Después que Dios hubo concentrado, entonces sus rayos toman fuerza y arrojan poderosamente sus influencias. Después que Dios hubo concentrado (Génesis, I, versículo 10) los elementos y (versículo 11) las cosas elementadas, concentrando el fuego o el punto astral dentro de las simientes particulares, concentró también (versículo 14) la luz difusa en ciertas luminarias para enviar (versículo 15) sus rayos a la tierra y allí hacerles actuar. Cuando quiere actuar, arroja (siendo el más fuerte en el cuerpo) a los vapores impuros y superfluos al aire, para que allí sean digeridos, si él es el más débil, los vapores le oprimen y sofocan; porque el fuego trata de purificar todas las cosas y reducirlas a la soberana perfección, como saben los Filósofos. Y cuanto más penetrante es un elemento, es también tanto más activo. Es puro y no sufre impurezas. Los hay de dos clases; porque es interior o exterior; el exterior provee al interior, excitándolo para agitar las diferentes cualidades del cuerpo que penetra y dar término a la obra de la naturaleza; esos dos fuegos son tan familiares y colaterales, que al encontrarse con sus fuerzas en un mismo sujeto, el uno fortifica al otro para alcanzar la cumbre de la perfección. El fuego es un elemento que actúa en el centro de cada cosa, por el movimiento de la naturaleza, que causa la emoción, la emoción el aire; el aire el fuego, y el fuego separa, purga, digiere, colorea y madura cada simiente en la matriz y en la situación que el Creador le ha asignado desde el comienzo. Este elemento no puede soportar el agua cruda, sino que la rechaza y la reduce a vapor mediante su calor. No es que sea imposible hacer compatible el agua con el fuego y hacerla durar en la llama más grande hasta hacerlos inseparables, pero el camino es conocido por muy pocas personas y pertenece a la cábala de la Filosofía secreta. El fuego elementario es el Cielo o el firmamento mismo donde residen los astros, cuyas influencias visibles convencen de error a aquellos que las niegan. Contiene abundantemente el Espíritu del Universo, que es el fuego, se comunica por el vehículo del aire a las cosas sublunares y les da vida; porque la vida no es más que un flujo de fuego natural en el cuerpo vivo. Esto debe entenderse que es para la vida animal, porque la vida del alma razonable es un flujo de fuego mucho más notable y más puro, de substancia supraceleste, que saca su fuego exterior directamente del Espíritu de Dios, que la vivifica y purifica, comenzando por la atención de los rayos de su fe, y por la comunicación o impresión de los rayos de su gracia y luz, a inspirarle los principios de la vida eterna, en espera de que, acompañada de un cuerpo despojado de toda impureza,. pueda comparecer glorificada ante el trono de Dios Los Cuerpos que subsisten en el Cielo, atraen de él su alimento, y en seguida envían sus rayos o influencias sobre la tierra; para impedir que por esta emisión disminuya su virtud, el Eterno ordenó por su sabiduría inefable que atrajesen de la tierra tantos elementos purificados como los que la envían. Y así es como se hace la admirable circulación de la naturaleza, de la cual esta operación de rayos es la gran rueda. El fuego supremo es el Cielo empíreo, donde residen Astros espirituales, que no tienen cuerpos de luz compacta; son de una esencia más sutil y eminente que los astros visibles, y tienen bastante más poder; son Espíritus que representan cada uno las Fuerzas y las Virtudes de este Universo, disfrutando, por razón de su gran sencillez, pureza y perfección, de una beatitud permanente. Las tinieblas que velan nuestras almas en este mundo corruptible nos hacen invisibles los Astros que asisten ante la Majestad Sagrada del Eterno; ellos ven (fuera de tiempo) al mismo tiempo y a la vez, lo que conocemos y lo que no conocemos. Las aguas supracelestes con su aire y su fuego soberanamente puros, componen el Cielo empíreo. Se habla de dichas aguas supraceleste en el Génesis I; Daniel, 3, 6; y en los Salmos, 104, 3. Es una sustancia muy pura, luciente, sutil, inflamada, pero no consumida, que constituye la morada de los Ángeles (Schmaijm) y de los bienaventurados, el verdadero Paraíso compuesto de elementos incorruptibles y perfectos, como eran aquellos de que Adán gozaba antes del pecado. El Macrocosmos superior contiene todo lo que tiene el inferior. Por la continua influencia de esa agua incorruptible, se animan y disponen todas las cosas en este bajo mundo. Habiéndose comunicado con los Astros visibles, pasa de los Astros, al aire, del aire al agua, y por el agua a la tierra, de suerte que resulta claramente que el mundo inferior es la imagen del mundo superior. Y como en este mundo el aire se mantiene sobre el agua y el fuego sobre el aire, así sucede en el mundo angélico; el aire supraceleste está por encima de las aguas supraceleste y en lugar más eminente se halla el fuego soberanamente puro que compone la luz inaccesible donde Dios ha constituido la morada de Su Majestad. Que nadie nos censure por acometer un tema tan elevado, aparte de que no se dice nada que sea indigno de nuestro Dios, ni contrario a su santa Palabra. Hay una clave secreta que abre la puerta de esos secretos; esta oculta en un cuerpo muy común y visible a los ojos del vulgo, pero muy precioso ante los de los verdaderos Filósofos. DEL AIRE El aire es un elemento sutil, diáfano, ligero e invisible, el lazo entre las cosas superiores e inferiores, el domicilio de los Meteoros. No hay nada en el mundo que pueda pasarse de ese elemento. Todas las criaturas sacan de él su vida y alimento; fortifica al húmedo radical y alimenta a los espíritus vitales. Nada nacería si el aire no penetrase y atrajera el alimento multiplicador; el aire contiene un espíritu congelado, mejor que toda la tierra habitable; ese elemento es más puro que el agua y menos puro que el Cielo; participa de la pureza del elemento superior y de la impureza de los inferiores, y está ricamente dotado del Espíritu del Universo. DEL AGUA Los elementos inferiores son el agua y la tierra; su exaltación depende la eminencia de los superiores, y es necesario que para perfeccionarse, sean con frecuencia elevados y enriquecidos con las virtudes superiores; es preciso, digo, que la tierra se eleve a menudo por medio del agua, a fin de que el fuego que reside en las entrañas de la tierra aparezca en sus operaciones; el agua no vuelve jamás a la tierra sin ser corregida y sin traer alguna nueva virtud. La lluvia actúa más que el agua simple con que riega el jardinero. El agua no penetraría la tierra si no estuviese animada por el calor superior o inferior, como Estío, que el calor del Sol y el central sutilizan el agua y la hacen subir por las raíces de los vegetales, para terminar de ser digerida y convertirse en plantas, flores y frutas; el calor hace subir la humedad de la tierra en niebla, que una vez levantada vuelve a caer en forma de lluvia por su peso, y devuelve a la tierra su humedad para hacerla fructificar. Porque esta marea universal se acrecienta del Cielo y trae de él cada vez nuevas virtudes. El agua es un elemento húmedo y grosero, es la morada de los peces, el alimento de las plantas y los minerales, el refresco de los animales, la ayuda de la generación y el vehículo por cuyo medio los cuerpos contienen los elementos inferiores, y reciben las influencias del Cielo. Este elemento contiene a los otros tres, y sirve para producir, conservar y aumentar todos los cuerpos que vemos. Contiene una excelente Medicina, dotada de las virtudes superiores e inferiores. Dichoso aquel que la sabe fijar con su espíritu. Así como el fuego separa las cosas que están juntas, el agua une las que se hallan separadas; la naturaleza, al reunir las cosas superiores con las inferiores por conducto de las intermedias, se sirve del agua para comunicar a la tierra lo que el fuego destila en agua por medio del aire; porque al caer en el aire la esencia del fuego, la de ambos se arroja en el agua, y ésta en la tierra, que es el receptáculo de todas las simientes; si el agua no pasara y volviera a pasar incesantemente por los conductos de la tierra, el fuego astral la consumiría por la intemperie de su movimiento, y al pasar por la tierra atrae su naturaleza, vistiéndose con su más delicada esencia, y ayudando a la putrefacción, que es la madre de la generación; porque sin agua no se produce putrefacción. Pasando por sitios bituminosos y azufrados, atrae este calor y virtud que vemos en los baños termales de Ballaruc y en otras partes. Al pasar por venas enriquecidas por metales o fuentes metálicas, atrae igualmente su virtud, y produce las aguas salutíferas, cuyas fuentes se ven en Spa y otros lugares, porque el agua huele siempre a aquello con que fue calentada, así como sucede en la composición de los caldos que los cocineros preparan todos lo días. El calor central hace (como se ha dicho) cada día lo mismo con el agua elementaria y los frutos de las entrañas de la tierra. He ahí cómo Ecónomo y Señor absoluto del mundo hace su destilación en el Macrocosmo; algún día su bondad paterna exaltará Su Majestad gloriosa con su omnipotencia, avivando ese fuego muy puro que sirve de firmamento a las aguas supracelestes, y reforzando el grado del calor central para reducir a aire todas las aguas y calcinar la tierra, hasta que, consumidas por el fuego todas las impurezas, devuelva a la tierra purificada, para componer un nuevo mundo, consistente en un nuevo Cielo y una nueva Tierra (Apocalipsis, 21, 7), en la cual, y en elementos soberanamente puros, inmutables y exaltados, vivirán los cuerpos glorificados de los Elegidos de Dios, después de que sean cambiados (1Cor, 15, 51), para ser glorificados, es decir, purificados de la crasitud perecedera y pecaminosa que vela nuestras almas en esta vida miserable, para hacerlas capaces de disfrutar inmediatamente de la claridad divina (Is, 60, 19, y 20). ¡Oh! ¡Señor! ¿Cuándo veremos tu santa faz? ¿Hasta cuándo yaceremos en las tinieblas de la ignorancia, donde el pecado nos encadena? En resumen: el agua, por una sal imperceptible para los sentidos, disuelve las simientes que la tierra contiene; esta disolución separa los cuerpos, esta separación los conduce a la putrefacción, y esta putrefacción a una nueva vida. DE LA TIERRA El último elemento es la tierra, dura crasa, impura, árida, morada de los animales, las plantas, los metales y los minerales, llena de simientes infinitas, menos simple que los otros elementos, de los que la tierra es, en realidad, el receptáculo. Es un cuerpo fijo que retiene las impresiones de las influencias de lo alto con más perfección que los demás elementos. El agua y el aire no las retienen tan bien, porque penetran hasta el centro de la tierra, de donde regresa copiosamente a la superficie. La tierra y el agua constituyen un mismo globo, y obran conjuntamente unidas en la procreación de los animales, de los vegetales y de los minerales; posee un espíritu que alimenta a los cuerpos materiales; como es de la naturaleza de la sal, se disuelve con facilidad en el agua que penetra los poros de la tierra, para tomar la naturaleza de los vegetales. La tierra consolida a los cuerpos, atemperando la humedad del agua, para lo cual toman la forma a que están destinados; el agua y el fuego trabajan sin cesar en este elemento mediante el aire; si el agua predomina, nacen cosas corruptibles; si es el fuego, salen cosas duraderas. La tierra retiene las cosas pesadas por sí mismas y rechaza las ligeras; es la madre y matriz de todas las simientes y de todas las composiciones. Es, tanto como el agua, la matriz de la Medicina universal; porque el espíritu del Universo se encuentra fijo en ella, pero no universalmente y en todas partes. Para ello, es menester convertir la tierra en agua, el agua en aire, y el aire en fuego. De la tierra que nos viene de los alto, se saca el movimiento perpetuo, si se disuelve en su agua, mediante el fuego filosófico, después de que haya tomado la forma del caos que tenían los elementos antes de la separación de las cosas elementadas. DE LAS COSAS ELEMENTADAS Y PRIMERAMENTE DEL ESPÍRITU Habiendo esbozado así el caos y los elementos, hagamos lo propio con las cosas elementadas. Son sustancias que proceden de los elementos y tienen afinidad con ellos, son: o espirituales o corporales. Las primeras son creadas de la esencia de los elementos más sutiles; cuanto más sutiles son ellas, tanta más fuerza y poder tienen; la excelencia de la operación depende absolutamente de la sutilidad de la esencia. Los elementos más puros tienen los espíritus más sutiles que sirven de instrumento a la palabra eterna de Dios. Los Espíritus son superiores o inferiores: los primeros habitan el Cielo y son de la primera o de la segunda clase. Los de la primera son muy puros y habitan el Cielo Empíreo, y como están por encima del firmamento y del movimiento acompasado de los Astros, no están sujetos al tiempo; entienden y comprenden las cosas, no sucesivamente, sino a un tiempo; se distinguen en Ordenes y en Potencias (Cor, 1, 16), y habiendo Arcángeles (1 Thess, 4, 16), los Ángeles se diferencian de las Pontencias (Rom, 8, 38). Los espíritus de la segunda clase son aquellos que habitan en el firmamento de los astros visibles; como presiden las operaciones del fuego astral, se les ha llamado Salamandras; sirven de instrumento a las operaciones que los Ángeles bienhechores ejercen en las criaturas inferiores, la luz perfecta de lo alto no se comunica a lo bajo imperfecto sino por ese conducto o medio. Esos espíritus son innumerables y tienen sus funciones concretas y determinadas como las criaturas que habitan el globo de la tierra. Así como hay tantas Estrellas diferentes en el Firmamento, así existen tantos órdenes diversos de Espíritus: los hay Solares, Lunares, Saturnianos, Mercuriales, etc., que dominan con sus influencias el globo de la tierra; ellos explotan hasta las funciones morales del hombre, impulsándole a los actos de prohidad civil, con la que hemos visto adornados a los paganos; pero como esto no procede más que el Ciclo subalterno, se precisan rayos de luz del Espíritu supremo para crucificar nuestra propia carne y hasta sacrificar por la gloria divina, renunciando a todas nuestras felicidades corruptibles por los incorruptible, hasta amar a nuestros enemigos, y odiar nuestra propia naturaleza corrompida. Las impresiones que van más allá del orden de la naturaleza, proceden directamente de la luz no creada del Espíritu de Dios. Los espíritus que presiden dentro del aire consuman en ellos y convierten en su propia naturaleza ese caos compuesto por todas las cosas, del que ninguna de las cosas creadas puede pasarse; conducen los Meteoros y con frecuencia poducen, por la voluntad del soberano Creador, los efectos prodigiosos del viento y del trueno; todos no son malos, ni sujetos al Príncipe de este mundo que reina en el aire. No son universales, sino que están distribuidos en ciertas disposiciones para diferentes funciones. El remanente de los Espíritus terrestres y acuáticos tienen igualmente las suyas, de acuerdo con las órdenes del Eterno; son, tanto los unos como los otros, menos poderosos que los aéreos. Lo bueno que hacen los Espíritus en el curso de la naturaleza, procede de aquellos que son buenos y que Dios ha creado elementarios para ese objeto; lo que sucede de malo y siniestro proviene de los Espíritus malignos arrojados del Cielo empíreo causa de su rebelión por la cual están condenados a vivir, así como el hombre pecador, en lugar de los elementos puros e incorruptibles, entre los impuros y perecederos. Los diablos, Espíritus malignos, artificiosamente imitan a los elementos espirituales y corporales en las cosas elementadas, para arruinarlas, y especialmente al hombre, en el que odian la imagen del Eterno, y al que tratan, con una envidia maliciosa, de corromper, aniquilar y sumergir en las tinieblas; mas como las tinieblas no sirven más que para hacer resaltar la excelencia de la luz más aparente y más bella, asimismo su negra malicia no sirve más que para exaltar tanto más la bondad y la luz del Todopoderoso, que los hace cooperar, hasta en su condenación, y a pesar de ellos mismos, a glorificar la justicia y la Gloria de su poder infinito, por su vana e infructuosa resistencia. DE LOS TRES PRINCIPIOS DE LA NATURALEZA Habiendo tratado de todo lo que antecede, hay que descender para contemplar los cuerpos palpables y sujetos a nuestros sentimientos. Después de los Elementos espirituales, consideremos los cuerpos sacados de los Elementos exteriormente de una naturaleza corporal e interiormente de una naturaleza espiritual; porque los cuerpos no son sino las prisiones que encierran a los espíritus interiores y activos para limitarlos; están limitados de vida y de muerte; cuantos más órganos tienen, son tanto más corruptibles, sólo la unidad es inmortal, porque la composición presupone la separación. La primera cosa que se debe contemplar en esto, son los principios hipostáticos: son sustancias activas sacadas de los elementos de conveniente temperamento, a fin de componer las cosas elementales. A estos tres principios les llamamos la Sal, el Azufre y el Mercurio. Donde están bien proporcionados, forman una sustancia duradera; donde no lo están bien proporcionados, la cosa es impura y perecedera. La pureza consiste en la armonía y proporción de los tres, la impureza en la desigualdad. DE LA SAL La Sal es la sustancia de las cosas y un principio fijo comparable al elemento de la tierra. Alimenta al Azufre y al Mercurio que obran sobre él hasta que lo hayan hecho volátil como ellos, elevando su perfección. La Sal los retiene en recompensa y los coagula, comunicándoles su naturaleza fija; y como se fija y seca, junta lo que es líquido; disuelta en un licor adecuado, ayuda a disolver los cuerpos sólidos, así como su naturaleza fija los consolida por otra parte. Su vigor naciente le da fuerzas cuando está disuelta por medio del Mercurio y del Azufre. No es activa hasta que no es convertida en tal por el ministerio de los otros dos principio; entonces su poder se reduce a reacción. Porque a fuerza de ser grande la armonía entre los tres principios, uno de ellos no sabría obrar sin otro. La Sal y el Azufre preservan los cuerpos de la putrefacción, rechazando las humedades superfluas capaces de causar esa podredumbre. Ningún cuerpo sólido está desprovisto de Sal, que se dice el principio fijo seco y firme; es imposible que sin este principio pueda formarse un cuerpo. Cuando se quema madera, la humedad groseramente mercurial y superflua se evapora, la materia groseramente sulfurada y butuminosa se consume por el fuego y se evapora igualmente, tendiendo a la perfección por su elevación; pero la Sal permanece en las cenizas con el húmedo radical fijo, que no puede consumirse ni ser destruido. DEL AZUFRE El Azufre es un principio graso y aceitoso que une a los otros dos principios enteramente diferentes por el exceso de su sequedad y humedad, de suerte que les sirve de medio y de ligamento para unirlos y hacerlos permanecer juntos; porque participa de una y otra sustancia teniendo parte de la solidez de la Sal y parte de la volatilidad del Mercurio; es susceptible del fuego obrando por desecación, y consume lo superfluo; en virtud de esa operación coagula el Mercurio, pero no lo hace solo, porque la Sal que tiene íntimamente incorporada le asiste poderosamente. El Azufre produce los olores, pero si la sustancia entera de la Sal fija, sacada del interior del Azufre, se halla igualmente difusa por todas las partes del cuerpo, habrá coagulado a su Mercurio de tal modo que aquel cuerpo no dará ningún olor, como lo vemos en el oro y en la plata. DEL MERCURIO El Mercurio es un licor espiritual, aéreo, raro, engrosado con un poco de Azufre; es el instrumento más cercano del calor natural; da vida y vigor a las criaturas sublunares, fortificando a las que son débiles; es de la naturaleza del aire y así se muestra por su evaporación, en cuanto siente el menor calor, aunque sea comparable al agua por su fluidez, y no se contiene en sus propio términos, sino en términos extraños, es decir, en la humedad; domina en los cuerpos imperfectos y corruptibles, porque posee demasiado poca sal y azufre; pero en donde esté reducido a una misma naturaleza bien proporcionada con los otros dos principios, compone un cuerpo incorruptible, como lo vemos en el oro, del que, a causa de esa admirable proporción, se puede sacar una medicina muy excelente y saludable.